Jorge

Basadre

Historiador e historiógrafo del Perú

Jorge Basadre retrato

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Textos escogidos

De Infancia en Tacna, Lima, 1959

En 1905 ocurrió un hecho que en Tacna se recuerda con mucho orgullo. Es referente a que la autoridad chilena tenía prohibido a los peruanos izar la bandera nacional en el frontis de sus casas el día del aniversario nacional o en cualquiera otra oportunidad. Ocurrió que el 28 de julio de ese año la Señora Olga G. de Basadre, estando su esposo en Lima, ordenó que la bandera peruana se izara en el frontis de su casa. Poco después recibió una orden del intendente de la provincia ordenándole que la hiciera bajar. La Sra. Basadre se negó a hacerlo y la bandera continuó solitaria en el asta durante tres días.

De Perú Vivo, Lima: Juan Mejía Baca, 1966:

Si mi infancia en Tacna me enseñó dolorosamente la emoción del Perú y la Biblioteca Nacional me permitió cultivar desde muy joven los estudios históricos, el otro factor decisivo para mi mocedad fue la inquietud social de la que me contagié en los claustros de la Universidad de San Marcos entre 1919 y 1927. […]

Me formé en la Biblioteca Nacional más que en la Universidad. En ésta, para mi vocación histórica, fueron un estímulo la presencia de mi maestro y paisano Carlos Wiesse en la cátedra de Historia Crítica del Perú y la amistad con Jorge Guillermo Leguía, Raúl Porras Barrenechea y Luís Alberto Sánchez. […]

Mi nombramiento como empleado de la Biblioteca Nacional en 1919 y mi permanencia allí hasta 1930 con un modesto sueldo primero de S/. 80.00 Y más tarde de S/.160.00 mensuales, no obstante que no poseía medios de fortuna, sirvió para establecer y mantener diariamente y por más de 10 años contacto diario con folletos, periódicos, libros y manuscritos peruanos.

[…]

Al ingresar a la vida ciudadana nos encontramos con un Perú frío, hostil. No había lugar para la juventud honesta. Instituciones tradicionales, Parlamento, sufragio, municipio languidecían. La libertad de prensa no existía. Imperaban el servilismo, los enriquecimientos veloces, la obsesión materialista. La universidad era muy deficiente desde el punto de vista académico y vivía lánguida con escaso apoyo del Estado. ¿A dónde volver la mirada en busca de algo mejor? Haya de la Torre postuló el mensaje aprista. Mariátegui trajo el mensaje comunista y yo, dentro de mi insignificancia personal sin más título que el de ser un joven más en esa época desorientada, no seguí ninguno de esos dos derroteros y sin embargo soñé, a pesar de todo, en una fórmula de construcción nacional y social para un Perú de más altos niveles de vida, con un Estado técnico, un país progresista, un pueblo atendido, cuidado, entusiasta, creador.

[…]

De La vida y la historia. Lima, 1981

 

 

[Pensamiento moral]:

 

De experiencias, lecturas y reflexiones saqué, en desorden, otras normas: tratar de no obrar apasionadamente, que es una forma de confundirse; mantener la independencia personal ya que “más preciosa es la libertad que la dádiva porque se pierde”; abrir los ojos con tiempo; percibir cuando se cayó en desaciertos; no insistir en la necedad y seguir al clásico en su frase “ni la promesa inconsiderada ni la resolución errada conducen obligación”; dedicarse al estudio por el goce que él genera en virtud de una necesidad esencial y nada más que por eso; hacer de los asuntos  que se investiga una cosa que interesa tanto como la existencia propia; vivir en permanente estado de alerta intelectual con un sentimiento radical de las propias imperfecciones; aprender a morar con uno mismo; ocuparse de los trabajos propios y no tanto de criticar el de los demás; emprender lo fácil como dificultoso y lo dificultoso como fácil; no atemorizarse ante la tentativa vasta e ir a ella sin inconstancia ni engaño porque, según se lee en La Celestina, las obras hacen linajes; no imitar a quienes comienzan y nunca acaban y poner atención a que, con sus defectos inevitables, salgan bien las cosas; tratar de evitar en la obra y en la vida la intención malévola; procurar ir, en desafío al paso de los años, a la renovación perenne en los conocimientos y en las ideas; rumiar y rumiar siempre lo que se piensa y lo que se escribe; sentir y seguir sintiendo que sin la desinteresada curiosidad intelectual no se puede vivir y que la ausencia de ella es una forma de muerte; buscar el modo de alejarse sistemáticamente tanto de la vanidad como de la actitud humillante, para quedar en una modestia orgullosa. Y lo más importante de todo: buscar y tratar de mantener la paz interior como algo de mayor valía que cualquiera de los títulos mundanos, es decir, una conciencia tranquila.

 

[…]

 

Un importante elemento de mi primera formación intelectual proviene de los días de mi niñez en Tacna. Es el sentimiento de la “Patria invisible”, el concepto del Perú como un símbolo. De niño, el Perú fue para mí, como para muchos, lo soñado, lo esperado, lo profundo; el nexo que unía a la lealtad al terruño y al hogar que invasores quisieron cortar, la vaga idea de una historia con sus fulgores y sus numerosas caídas y la fe en un futuro de liberación.

 

No conocíamos nada de la prosaica vida diaria en el Perú; para nosotros él existía sólo en el mundo del recuerdo y en el de la esperanza. Aprendimos a amar al Perú divisándolo en esos nebulosos horizontes y en los polvorientos caminos de los libros. Oriundos de una tierra de minifundios y ajena a la vorágine capitalista, permanecimos en la ignorancia del gran drama contemporáneo en América y el mundo; repetimos nombres que numerosas veces esbozaban en la capa áurea de su seducción una ‘mugrienta realidad no percibida por nuestro optimismo; y esa imagen parecía un oasis en las largas jornadas de vigilia durante el cautiverio.

 

Dicha visión no fue exclusiva de mi infancia y de quienes fueron niños como yo. Tuvo, inclusive, risibles o patéticas exageraciones. Durante la campaña plebiscitaria en 1926, la anciana señora Virginia Sosa, viuda del último gobernador nacional de Arica, desafiando amenazas y peligros, alquiló su humilde casa a unos propagandistas de nuestro país. Cuando algunos de éstos comenzaron a trasnochar y a emborracharse y a disputar entre sí con groseras expresiones, esta viejecita vino donde mí, llorosa, a hacer muchas veces su confesión vacilante. Ella no había imaginado que los peruanos fueran capaces de adoptar esa conducta.

 

Sin necesidad de incurrir en tan ingenuos errores, el pueblo entero hizo un símbolo de la patria lejana. Tal sentimiento sirvió como un nexo y otorgó a vidas oscuras un místico contenido, una honda razón de ser, engrandeciendo y ahondando las limitaciones del diario y prosaico existir.

 

[…]

 

Por haber ingresado a la Universidad a los diez y seis años hice algunas cosas locas o necias, y dije otras que merecen igualo peor calificativo. Escribí demasiado con abuso, muy generalizado de facilidades ilusorias. No creo, sin embargo, haber hecho, entonces o más tarde, nada malo deliberadamente. Intenté trabajar, y proceder lo mejor que pude. Y dentro de mis errores juveniles no estuvo el de rehusar las lecciones de la experiencia. Hice todo lo que estuvo a mi alcance por asimilar el dolor. No fui sordo para atender razones. Y aunque orgulloso, por lealtad a voces ancestrales, fui modesto. Tuve o procuré tener siempre, y a mi manera, un criterio propio así como respeto por los verdaderos valores intelectuales, espirituales o de la conducta. Nunca pretendí ser un apóstol pero siempre anhelé pensar y actuar como hombre justo.

 

[…]

 

[sobre su apresamiento en 1927]

El 5 de junio de 1927 el gobierno de Leguía anunció haber descubierto una conspiración comunista. Varios dirigentes estudiantiles y obreros fueron detenidos y llevados a la isla de San Lorenzo. José Carlos Mariátegui quedó preso en el hospital militar de San Bartolomé y se anunció la clausura de su revista Amauta. Desde el hospital-cárcel donde se hallaba ignominiosamente detenido, José Carlos envió cartas de defensa que, a pesar del escándalo causado por el incidente y de la sumisión o de la autocensura dominantes en torno al régimen, publicaron El Comercio, La Prensa y La Crónica.

Contra lo que se dice en un libro por ahí, nunca fui partidario de la candidatura de Germán Leguía y Martínez. En cambio, puede clasificárseme por entonces como estudiante antigobiernista desde 1924. Llegué a ser perseguido durante algunos meses y llevado a la comisaría del Parque Universitario más de una vez. En otra oportunidad, en ese año o el siguiente, cuando intervenía en una velada en la Federación de Choferes, en el barrio de la Victoria como emisario de la Federación  de Estudiantes, llegó de improviso la policía y tuvimos que escapar todos los oradores por los techos. Pero desde 1925 no actuaba en cosas de este tipo, si bien nada había querido aceptar del régimen leguiísta al volver de las jornadas plebiscitarias de Tacna y Arica en 1926, pese a los vínculos de familiares míos con Leguía y a las instancias que recibí de algunos influyentes señores para que entrara en el servicio diplomático.

Conversaba por teléfono en la Biblioteca Nacional con una amiga la tarde en que llegaron dos investigadores a buscarme. Otro empleado de aquel establecimiento se acercó, antes de que colgara el fono, a pedirme que escapase por uno de los pasadizos. Creí que se trataba de un insólito alarmismo y me dirigí hacia los visitantes preguntándoles qué se les ofrecía. Respondiéronme que el Prefecto de Lima deseaba conversar conmigo. “¿Quiere decir que estoy detenido?”, pregunté con ingenuidad. Me aseguraron que no, que sólo se trataba de aclarar un asunto relacionado con unas cartas llegadas a mi nombre desde el extranjero. Fui con ellos a la comisaría de Santa Ana y quedé encerrado en un cuarto hasta las diez de la noche. Fue esto, a los veinticuatro años, mi primera cita con el Estado peruano. De Santa Ana me llevaron en un camión con rejas en la puerta trasera a uno de los grandes calabozos de la intendencia, donde encontré como a diez o doce presos, algunos por delitos comunes. Sería medianoche cuando me pusieron junto con un joven obrero, cuyo nombre he olvidado, en otro vehículo y fuimos conducidos al Callao; y de allí, en una lancha especial, ya en la madrugada, a la isla de San Lorenzo. […]

Los meses en que me tocó estar en la isla correspondieron a una época de “baja” similar a las que tienen ciertos hoteles en las estaciones en que el clima no es propicio, o a las que surgían, hasta hace poco tiempo, en ciertas líneas de transportes marítimos durante los meses de invierno. Aparte de los estudiantes y obreros, los presos eran unos cuantos recalcitrantes opositores del gobierno. Habían pasado por allí en otros momentos verdaderas procesiones de altos personajes de la vida política, económica y social del país: banqueros, industriales, comerciantes, catedráticos universitarios. En su mayoría eran personajes de la oposición civilista. Uno de los presos, Rafael Belaúnde, al ingresar a la isla, sorprendió a sus carceleros y a sus compañeros de infortunio porque gritó “¡Viva Piérola!” […]

Mucha gente se interesó por mí desde el primer momento. Intervinieron ante el presidente Leguía grandes figuras de la época plebiscitaria como el doctor Anselmo Barreta y el general José R. Pizarro, senador por Tacna. La sociedad de tacneños, ariqueños y tarapaqueños, por medio del más alto personero, el doctor Ángel Parodi, actuó por su lado con gran insistencia. Sin embargo, continué viviendo en la isla durante algunos meses. Por fin, inesperadamente, una mañana se me notificó que me embarcara en la lancha que debía regresar al Callao, a eso de las once de la mañana. En el muelle me esperaba un investigador y en su compañía silenciosa viajé a Lima en un ómnibus hasta la Plaza de Armas. […]

¿Por qué fui apresado en 1927? ¿Por qué fueron apresados José Carlos Mariátegui Y el grupo de estudiantes y de obreros en ese mismo momento? Más tarde escuché diversas interpretaciones de estos hechos. Decían unos que por luchas internas dentro del leguiísmo, a veces feroces si bien la gente común las ignoraba; un grupo de políticos o de funcionarios en el servicio de investigaciones empleó en varias oportunidades el método de afianzar o apuntalar sus cargos o ascender en ellos simulando que descubría conspiraciones, en este caso una de tipo comunista. Por primera vez, creo, se hizo el empleo inescrupuloso del temor o del recelo contra el extremismo de izquierda, sin que se percibiera una agitación estudiantil, o un estado de efervescencia colectiva. […]

No faltó quien dijera que se trató de cortar los planes ya en marcha para formar una entidad sindical muy poderosa en Lima, así como una empresa editora y una cooperativa estudiantil-obrera anexas a la revista Amauta. […]

No faltó quien sostuvo que medió en este asunto la ingerencia resuelta de la Embajada de Estados Unidos, pues se acababa de publicar un número de la revista Amauta con varios artículos adversos a la penetración norteamericana acentuada en América Latina entonces. Uno de esos artículos era mío. Se titulaba “Mientras ellos se extienden” e incluía una referencia al problema de la International Petroleum. Lo que dije allí entonces, inclusive la referencia al petróleo de Talara, lo sigo pensando ahora y lo repetí en mi Historia de la República; si bien en épocas posteriores logré el privilegio de conocer muy de cerca la vida estadounidense y de admirar las cualidades de la gente buena que en ella abunda.

Por lo demás, los ciudadanos podían ser llevados a la isla de San Lorenzo por las razones más variadas. Unos por conspirar. Otros porque podían pensar en eso. Otros por mantener correspondencia con desterrados: Otros por venganzas e intrigas de funcionarios mayores o menores, a veces inspirados no en motivos políticos sino hasta en algún caso por afines amorosos para descartar a algunos maridos o amantes. Hubo, quien cayó preso por hablar demasiado.

Al recobrar la libertad en 1927 descubrí que lejos de haberme hecho daño la prisión, me daba importancia, me suscitaba simpatías entre la gente que se caracterizaba por su animadversión al gobierno.

[…]

[Sobre la Biblioteca Nacional]

Mi primer recuerdo de la Biblioteca Nacional se remonta a los años 1914 ó 1915, sin duda, más probablemente en este último. Quise ir a leer allí pero fui rechazado por no tener la edad mínima necesaria para gozar de ese privilegio. En conmemoración del episodio, dispuse que la prime sala de la nueva Biblioteca Nacional abierta al público en 1947 fuese del Departamento de Niños.

[Sobre su estancia en Berlín en 1932]:

El Berlín que conocí en 1932 tenía un espíritu epicúreo a pesar de la tradicional rigidez prusiana y de la creciente psicosis política y social.

Innumerables eran los cabarets, los cafés, los bares, los lugares de recreo que encendían sus luces en las noches de aquella primavera, aquel verano y aquel otoño, los últimos de una Alemania libre. Había Lokale de todo precio, de todo tamaño, para todos los gustos. En la calle llamada Kurfürstedam, en algunos cafés se bailaba en un piso con música clásica y en el piso tercero ya no había orquesta alguna. La Haus Vaterland, “la casa Patria”, era un enorme establecimiento con diversas secciones que tenía bebidas y comidas de las distancia zonas del país y aun de varias  naciones extranjeras, servidas por muchachas con vestidos típicos. Por la calle Kant, (¡oh sarcasmo!) iban y venían hombres pintados, vestidos de mujer, Bien conocidos eran los cabarets para homosexuales, mujeres y varones; y ciertas guías para turistas las anotaban. Quien llegaba de un modo u otro a tomarle el pulso a la ciudad, aprendía a distinguir entre los centros de perversión, los lugares fáciles para las masas anónimas y los aislados rincones refugio de unos cuantos estudiantes, escritores o artistas. Allí iban muchas muchachas de buenas familias burguesas, representantes típicos de una generación nacida dentro de las tensiones de la Primera Guerra Mundial, crecida en la locura increíble de los años de la inflación en la década de 1920, distanciada de toda norma de estabilidad y de continuidad en la vida. Muchas salían por las noches no tanto con objetivos mercenarios, sino a buscar un poco de aturdimiento después del trabajo gris o en contraste con el hogar triste, o pobre, o inseguro o ya inexistente.

[…]

De Mensaje al Perú, Lima: Editorial Universitaria (Contiene mensaje en la CADE, 1979), , 1999:

[Sobre la historia]:

 

Fui terco al hurgar desde los dieciséis años en el campo del pasado nacional, sobre todo en la época republicana, y esa porfiada tarea fue la razón de ser para mi existencia intelectual, anheloso siempre de no inyectar en los muertos mis pasiones y mis dogmatismos. Dicho periodo era, entonces, una selva no desbrozada que casi nadie se atrevía a transitar. Ahora muchos, dentro de mejores circunstancias y más favorables condiciones, allí cómodamente laboran; y acaso, algunos han olvidado las penurias de antes y los estímulos que pudieron recibir o la semilla o la apertura que en algo les sirvió quizá. He aprendido que es de veras histórico únicamente lo que en un sentido fundamental y, de un modo u otro, repercute sobre nuestra época. El presente está repleto de pasado y preñado de porvenir. He aprendido también que en el Perú no hay una unidad geográfica, ni racial, ni lingüística; pero que esta comunidad histórica, que enmarca las vidas de todos nosotros querámoslo o no, se ha ido haciendo penosamente en una marcha multisecular llena de contradicciones y, dentro de una trayectoria que, en tales o cuales momentos, pudo parecer que florecía y en otras ocasiones, en más de una oportunidad, quedó en honda desolación para luego, a pesar de todo, seguir una vez más. En suma, aunque es tan rico y tan complejo el pasado del Perú, lo que importa sobre todo no es lo que fuimos sino lo que sí -venciendo la inextinguible capacidad nacional para buscar la propia agonía espiritual con el yaraví de la autoflagelación y de la autonegación o para soplar en el pututo del encono- pudiéramos ser si de veras lo quisiéramos.

 

 

De “Perú en el arte de josé Sabogal”, en Perú, Problema y Posibilidad, Lima: Banco Internacional del Perú, 1931:

 

Y es que dentro de los ensayos que se han hecho “en busca de nuestra expresión”, la obra de Sabogal es acaso precisamente lo más logrado y definitivo, inclusive tomando en cuenta lo que se ha hecho literaria y musicalmente. […]

 

El arte de Sabogal abarca, en primer lugar, al Perú en su variedad histórica, geográfica y étnica. Algunas de sus xilografias remozan el arte de los alfareros prehispánicos. Ha querido evocar la suntuosidad de los sacerdotes del Sol. No ha dejado de tentarle el atractivo demasiado vulgarizado de la tapada y ha decorado al mismo tiempo el panteón de los próceres. Abundan, por otra parte, en su obra las visiones del Perú de estos días. Insuperable intérprete del indio y de la sierra, ha sabido también captar el alma sensual y mixta de la zambita limeña. Pintor sardónico de la procesión del Señor de los Milagros, siente al mismo tiempo la sombría belleza del “Taytacha Temblores” cuzqueño. En su “Procesión de los Milagros” las negras gritan chillonamente mientras el mozalbete de pelo ensortijado va detrás de la huachafa. En sus varias versiones del Taytacha, la masa indígena tiene un ensimismamiento trágico, los curas aparecen doctorales o epicúreos, hay gravedad atávica en el talante señoril de los indios notables ennoblecidos por el poncho precioso, o taciturna estolidez

en los indios hirsutos […].

 

¡Y qué colección de cielos los de Sabogal! Mañanas de feria dominical; mediodías en que el sol cae a plomo sobre las callejas desiertas de la provincia; atardeceres increíbles de lampos vanguardistas. La piedra y la loza, el portón y el techo, el villorrio y la pampa dicen también allí su simbolismo. La historia del traje y del sombrero peruanos deberá, asimismo, a Sabogal una guía y un muestrario: desde los de la supérstite pureza quechua de Chincheros hasta el amestizamiento improvisado de Huanta […].

 

El arte de Sabogal señala, en cambio, la madurez de una tendencia señera en una generación posterior a la que París no deslumbra y para la cual su país es cercano y orgullosamente propio. Es significativo que con él coincidan ensayos como los de Uriel García, Mariátegui, Valcárcel, Belaúnde, Castro Pozo, Haya de la Torre, Sánchez, Solís y otros intentos de auscultación; y que de él emanen epígonos autónomos y magníficos: el arte más fino de Camilo Blas y el arte más ágil de Jorge Vinatea Reinoso y hasta un aporte femenino, con Julia Codesido. Análogo significado augural de auténtica peruanidad tienen, dentro de la música, los nombres de Carlos Sánchez Málaga y Roberto Carpio.

 

 

De “Jorge Basadre, el ensayista”, de Miguel Gutiérrez, Libros & Artes No. 3, noviembre de 2002:

 

[…] Basadre sigue el modelo orteguiano del ensayo en que el discurso científico lógico y objetivo controla y modera cualquier intemperancia del yo y reprime la tentación de la retórica y la vana elocuencia. Sin embargo, con ser pudoroso, recatado, este yo no es nunca un espacio neutro, opaco y ascético, pues conoce la amargura y no es inmune a la irritación y a la exaltación lírica (por ejemplo, en su juvenil “Elogio a la Internacional”), cuyo sustento es la actitud afirmativa propia de los intelectuales que no han renunciado a la utopía y que Basadre, para diferenciarse del ideal socialista denominó “la promesa de la vida peruana”.