José María

Arguedas

Escritor y etnólogo. Cumbre de la literatura peruana.

Jose María Arguedas retrato

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Textos escogidos

De “Warma Kuyay” (relato), Agua, 1933:

[…]

—¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día con ella ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía, tiene miedo porque eres niño.

Me arrodillé sobre la cama, miré al Chawala que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la noche.

—¡Kutu, cuando sea grande voy a matar a don Froylán!

—¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí! ¡Mak tasu!

La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como el maullido del león que entra en el caserío en busca de chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.

—Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vamos a Justina. El patrón seguro te hace dormir en su cuarto. Que se entre la luna para ir.

Su alegría me dio rabia.

—¿Y por qué no matas a don Froylán? Mátale con tu honda, Kutu, desde el frente del río, como si fuera puma ladrón.

—¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero cuado seas abugau ya estarán grandes.

—¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo, como mujer!

—No sabes nada, niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los becerritos, pero a los hombres no los quieres.

—¡Don Froylán! ¡Es malo! Los que tienen haciendas son malos; hacen llorar a los indios como tú; se llevan las vaquitas de los otros, o las matan de hambre en su corral. ¡Kutu, don Froylán es peor que toro bravo! Mátale no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de Capitana.

—¡Endio no puede, niño! ¡Endio no puede!

¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el lomo de los aradores, hondeaba desde lejos a las vaquitas de los otros cholos cuando entraban a los potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido!

Le miré de cerca: su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos por la coca. ¡A éste le quiere! Y ella era bonita: su cara rosada estaba siempre limpia, sus ojos negros quemaban; no era como las otras cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus pechos parecían limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde tiempo; de este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena se parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Don Froylán la había forzado.

—¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro, ella misma!

Un chorro de lágrimas salió de mis ojos. Otra vez el corazón me sacudía, como si tuviera más fuerza que todo mi cuerpo.

—¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella ¿quieres?

El indio se asustó. Me agarró la frente: estaba húmeda de sudor.

—¡Verdad! Así quieren los mistis.

—¡Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para ella. ¡Déjala!

—Como no, niño, para ti voy a dejar, para ti solito. Mira, en Waylara se está apagando la luna.

Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de todas partes del cielo; el viento silbaba en la oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta; más abajo, en el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con su voz áspera.

Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia.

—¡Indio, muérete mejor, o lárgate a Nasca! ¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a perro! —le decía.

Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba al Wiltron, a los alfalfales, a la huerta de los becerros, y se vengaba en el cuerpo de los animales de don Froylán. Al principio yo le acompañaba. En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los becerros más finos, los más delicados; Kutu se escupía en las manos, empuñaba duro el zurriago, y les rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres… cien zurriagazos; las crías se torcían en el suelo, se tumbaban de espalda, lloraban; Y el indio seguía, encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un rincón y gozaba. Yo gozaba […].

De Los ríos profundos (edición de la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1978:

[…]

Las grandes piedras detienen el agua de esos ríos pequeños; y forman los remansos, las cascadas, los remolinos, los vados. Los puentes de madera o los puentes colgantes y las oroyas, se apoyan en ellas. En el sol, brillan. Es difícil escalarlas porque casi siempre son compactas y pulidas. Pero desde esas piedras se ve cómo se remonta el río, cómo aparece en los recodos, cómo en sus aguas se refleja la montaña. Los hombres nadan para alcanzar las grandes piedras, cortando el río, llegan a ellas y duermen allí. Porque de ningún otro sitio se oye mejor el sonido del agua. En los ríos anchos y grandes no todos llegan hasta las piedras. Sólo los nadadores, los audaces, los héroes; los demás, los humildes y los niños se quedan; miran desde la orilla, cómo los fuertes nadan en la corriente, donde el río es hondo, cómo llegan hasta las piedras solitarias, cómo las escalan, con cuánto trabajo, y luego se yerguen para contemplar la quebrada, para aspirar la luz del río, el poder con que marcha y se interna en las regiones desconocidas.

Pero mi padre decidía irse de un pueblo a otro, cuando las montañas, los caminos, los campos de juego, el lugar donde duermen los pájaros, cuando los detalles del pueblo empezaban a formar parte de la memoria.

A mi padre le gustaba oír huaynos, no sabía cantar, bailaba mal, pero recordaba a qué pueblo, a qué comunidad, a qué valle pertenecía tal o cual canto. A los pocos días de haber llegado a un pueblo averiguaba quién era el mejor arpista, el mejor tocador de charango, de violín y de guitarra. Los llamaba, y pasaban en la casa toda una noche. En esos pueblos sólo los indios tocan arpa y violín. Las casas que alquilaba mi padre eran las más baratas de los barrios centrales. El piso era de tierra y las paredes de adobe desnudo o enlucido con barro. Una lámpara de kerosene nos alumbraba. Las habitaciones eran grandes; los músicos tocaban en una esquina. Los arpistas indios tocan con los ojos cerrados. La voz del arpa parecía brotar de la oscuridad que hay dentro de la caja; y el charango formaba un torbellino que grababa en la memoria la letra y la música de los cantos.

[…]

Era un pueblo hostil que vive en la rabia, y la contagia. En la esquina de una calle donde crecía yerba de romaza que escondía grillos y sapos, había una tienda. Vivía allí una joven alta, de ojos azules. Varias noches fui a esa esquina a cantar huaynos que jamás se habían oído en el pueblo. Desde el abra podía ver la esquina; casi terminaba allí el pueblo. Fue un homenaje desinteresado. Robaba maíz al comenzar la noche, cocinaba choclos con mi padre en una olla de barro, la única de nuestra casa. Después de comer, odiábamos al pueblo y planeábamos nuestra fuga. Al fin nos acostábamos; pero yo me levantaba cuando mi padre empezaba a roncar. Más allá del patio seco de nuestra casa había un canchón largo cubierto de una yerba alta, venenosa para las bestias; sobre el canchón alargaban sus ramas grandes capulíes de la huerta vecina. Por temor al bosque tupido, en cuyo interior caminaban millares de sapos de cuerpo granulado, no me acerqué nunca a las ramas de ese capulí. Cuando salía en la noche, los sapos croaban a intervalos; su coro frío me acompañaba varias cuadras. Llegaba a la esquina, y junto a la tienda de aquella joven que parecía ser la única que no miraba con ojos severos a los extraños, cantaba huaynos de Querobamba, de Lambrama, de Sañayca, de Toraya, de Andahuaylas… de los pueblos más lejanos; cantos de las quebradas profundas. Me desahogaba; vertía el desprecio amargo y el odio con que en ese pueblo nos miraban, el fuego de mis viajes por las grandes cordilleras, la imagen de tantos ríos, de los puentes que cuelgan sobre el agua que corre desesperada, la luz resplandeciente y la sombra de las nubes más altas y temibles. Luego regresaba a mi casa, despacio, pensando con lucidez en el tiempo en que alcanzaría la edad y la decisión necesarias para acercarme a una mujer hermosa; tanto más bella si vivía en pueblos hostiles.

De “El forastero” (relato):

El forastero iba repitiendo mentalmente la letra de un canto de su pueblo: 

Solitario cóndor de los abismos,

helado cóndor negro;

me dijeron que yo nací en tu nido

triste

sobre la aguja de roca que nace

de la gran nieve, triste,

Aun así, aun así,

cóndor de la nieve que llora.

No explicaría mi nacimiento

este dolor, este llanto,

esta sombra que grita

en mis entrañas,

helado cóndor…

Y como no conocía la ciudad, llegó sin darse cuenta al barrio de la sucia estación del ferrocarril. En el corredor dormían ya pasajeros sin dinero y vagabundos.

Siguió cantando y, a pesar de la turbación de su memoria, percibió la gran semejanza de esos hombres recostados en el suelo, con los pies desnudos, y la musical estación de su pueblo lejanísimo donde muchos dormían en iguales posturas, mientras tocaban quenas y charangos.

Aun así, aun así

cóndor de la nieve que llora

—También ellos —dijo.

—¿Quiénes? —oyó que le preguntaban.

—Esos —contestó—. Tienen una sombra en las entrañas. Por eso duermen así. Y no podrán levantarse.

— ¡Estás “bolo” papacito! ¡Más que yo!

Era una muchacha de rostro cetrino; tenía un extremo de la boca algo fruncido, como la de ciertas locas de pueblo, y vio a la luz de la lámpara que, exactamente, esa parte de sus labios estaba húmeda de saliva; sus cabellos lacios, espesos, no habían sido peinados; su nariz era ancha…

—Tienes los ojos buenos —le dijo él.

—¿Buenos?

—Y negros. ¿Qué eres?

—¿No sabes? No pareces mexicano, ni panameño, ni de Nicaragua… A esos los conozco en seguida. ¿De dónde?

—Soy del Perú.

—¿A cuántas horas de avión está?

—Diez.

—No importa. Acompáñame. Quiero ver a mi hijo; después bailamos; después te acompaño, a donde quieras.

—Vamos, María.

—¿Cómo sabes que es mi nombre?

—Claro, pues; aquí, con lo que eres y lo que yo soy…

—Así hablan los… ¿De dónde dijiste que eres?

—No importa. Vamos.

De “Hijo solo” (relato):

Singuncha escogió hojas secas de yerbas y las cubrió con ramas viejas de k’opayso y retama. No oía el canto. Su corazón ardía. Hizo chocar los pedernales junto a la mecha. Varios trozos de fuego cayeron sobre el trapo deshilachado y lo prendieron. Se agachó de rodillas; mientras con un brazo tenía al perro por el cuello, sopló. Y casi de pronto se alzó el fuego. Se retorcieron las ramas. Una llamarada pura empezó a lamer el bosque, a devorarlo.

—¡Señorcito Dios! ¡Levanta fuego! ¡Levanta fuego! ¡Dale la vuelta! ¡Cuida! —gritó alejándose y volvió a arrodillarse sobre la arena.

Se quedó un buen rato en el río. Oyó gritos, y tiros de carabina y dinamita.

Volvió hacia el remanso. Más allá del recodo, cerca del vado, se lanzó al río. Hijo Solo aulló un poco y lo siguió. Llegaban las palomas a esta banda, a la de Don Ángel, volando descarriadas, cayendo a los alfalfares, tonteando por los aires.

Pero Singu se iba ya; no prestaba oído ni atención verdaderos a la quebrada; subía hacia los pueblos de altura. Con su perro, lo tomarían de pastor en cualquier estancia, o el Señor Dios lo haría llamar con algún mensajero, el Jakakllu o el Patrón de Santiago. Entonces seguiría de frente, hasta las cumbres; y por algún arco iris escalaría al cielo, cantando a dúo con el Hijo Solo.

—¡Amarillito! ¡Jilguero! —iba diciéndole en voz alta, mientras cruzaban los campos de alfalfa, a la luz de las llamas que devoraban la otra banda de la hacienda.

En la quebrada se avivó más ferozmente la guerra de los hermanos Caínes. Porque Don Adalberto no murió en el incendio.

De “¿Qué es el folklore?”, revista Cultura y Pueblo, 1965:

El folklore ha evolucionado mucho desde el período en que se lo consideró únicamente como ciencia que estudia el “saber de las clases populares de las naciones civilizadas”. La propia Etnología, que fue en su inicio el estudio de los pueblos llamados “exóticos” por los europeos, demostró que no existían diferencias de calidad entre el procedimiento de la creación artística, por ejemplo, en un país, “civilizado” y otro “primitivo”. La definición de Folklore como ciencia aplicable únicamente a las naciones civilizadas y la de la Etnología como estudio exclusivo de los “pueblos primitivos” han sido casi totalmente revisadas y superadas. La antigua diferencia se basaba, fundamentalmente, en la creencia llamada “eurocentrista” de considerar a la cultura europea como superior a todas las demás. Para un europeo, el Perú como Egipto, a pesar de toda su vieja tradición histórica, eran “pueblos exóticos” y aun “primitivos”, porque su realidad actual correspondía a la de un pueblo “no civilizado”, “no desarrollado”, diríamos nosotros, utilizando un término que está de actualidad. Pero no tenían en cuenta los etnólogos europeos que para un indígena peruano o para un campesino egipcio, un inglés o un italiano, también eran, exactamente, individuos “exóticos” y, con frecuencia, se los tomaba por “salvajes” o “bárbaros”.

[…] Como resultado de la aplicación del campo de estudio de la Etnología, ésta se ha identificado con el campo de la Antropología; y el Folklore, por ello, se ha especificado, se ha clarificado o restringido a un marco muy preciso: el estudio de la literatura oral de las naciones, cualquiera que sea su grado de “civilización”, y el estudio de las artes relacionadas directamente con la literatura oral, como la música y la danza. Debemos tener en cuenta que en Europa, a pesar de la amplitud que se daba al área de investigación del Folklore —“todo el saber de las clases populares”—, tal investigación se dedicó predominantemente al estudio de los cuentos, las leyendas, las canciones y las danzas.

Es muy ilustrativo comparar, en cuanto a la evolución del Folklore como ciencia, lo que, en la fecha, consideran los folkloristas sudamericanos como campo de estudio de esta disciplina. Mientras que en la Argentina, en el Uruguay y en Chile se continúa considerándola como el estudio de “todo el saber de las clases populares” y, por tanto, comprende lo que los folkloristas de esos países denominan “cultura material” (vestidos, comida, habitación, utensilios, etc.) y “cultura espiritual” (arte, religión y magia); en el Perú, los antropólogos egresados de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima, entendemos como materia de estudio del Folklore solamente la literatura oral (mitos, leyendas, cuentos, canciones, adivinanzas, insultos, etc.) y las artes muy relacionadas con la literatura oral (principalmente, la música y las danzas; aunque el estudio sistemático de la música y de las danzas son materia de ciencias especializadas: como la etnomusicología y la coreografía folklórica).

Esta disparidad de concepción sobre el Folklore se explica, en cierta forma, porque en la Argentina, Uruguay y Chile, las clases populares iletradas que guardan y practican creencias y normas de conducta “antiguas”, ya superadas por la clase civilizada, son muy escasas en lo que se refiere a su cuantía o número, mientras que en el Perú la capa social que practica esas normas y creencias antiguas es inmensa, probablemente más del cincuenta por ciento de la población total del país. No resultarían, por eso, eficaces los métodos restringidos del Folklore para hacer el estudio de este gigantesco universo de materias. Es la Etnología la que ha iniciado el estudio completo, interrelacionado del “saber tradicional” de tan enorme pueblo. El Folklore, por su lado, ha tomado lo suyo: el estudio de la literatura oral, de la música y de la danza, no para realizar un análisis frío y simplemente técnico, sino como elementos valiosísimos para el conocimiento de la historia social de nuestro pueblo y de su realidad social contemporánea.

De Ariel Dorfman, “Conversación con José María Arguedas”, Trilce, revista de poesía 15-16, Valdivia, Chile, febrero-agosto de 1969:

Su novela Todas las sangres me parece ser una extraordinaria muestra de una novela marxista, que va más allá de los planteamientos tradicionales del realismo socialista. ¿Está usted de acuerdo con este juicio? ¿Es usted marxista? ¿Cuál es su visión sobre el escritor comprometido?

No me creo autorizado para señalar hasta qué punto una novela es no marxista. Tampoco conozco el caso de alguna obra que haya sido considerada, especialmente en Latinoamérica, como típica o muy representativa del realismo socialista. No conozco bien el marxismo. Estoy relativamente informado acerca de sus principales fundamentos. Soy partidario de una sociedad en que los hombres no estén sojuzgados por otros hombres, de una sociedad en que cada individuo ofrezca a los demás todo lo que le sea posible dar y que aquello que dé sea respetado y recibido con la misma gratitud y alegría, sea un objeto de madera o barro, o un poema o una escultura. Estoy comprometido con ese ideal. Pero estimo a los creadores que enriquecen nuestro mundo con alguna obra realmente bella y nueva, sin preocuparme de modo excluyente por su ideología.

En Todas las sangres usted parecía propiciar una especie de resistencia pacífica de parte de los indígenas. ¿Puede dar resultado político esta actitud en el Perú actual? ¿Cuál es su visión sobre las guerrillas en su país?

En Los ríos profundos los siervos de hacienda marchan sin temor contra las balas, movidos por un poder de orden mágico. El siervo, más humilde que el perro, se convierte en un individuo de valentía insuperable. Algunos años después de la publicación de esta obra, millares de siervos invadieron pacíficamente decenas de haciendas. No fue posible desalojarlos con los métodos tradicionales que habían sido tan eficaces: matar a algunos de ellos, hacer oír el tronar de la metralla. Tuvieron que dictar una ley de reforma agraria específicamente destinada a dar posesión legal de esas tierras a quienes, con la evidencia de que eran suyas, las tomaron. La realidad del Perú es sumamente compleja y variada. No me siento capaz de dictaminar nada concreto acerca de cómo

hay que actuar en ella. Pero la historia de Todas las sangres tiene antecedentes concretos. Mi opinión acerca de las guerrillas es que fueron un acto de desesperación ciega y, aparentemente, dictado por gente que desconocía increíblemente la realidad del país y, mucho más, la de la región en que estas guerrillas fueron puestas en marcha. Este acto de arrojo ciego favoreció directamente a las fuerzas que sostienen el imperio del latifundio y de todo lo que el latifundio significa como injusticia y como barrera hacia la justicia. 

Usted ha planteado varias veces la posibilidad de industrializarnos y desarrollarnos sin perder nuestra originalidad americana. ¿Podría explicar lo esencial del pensamiento suyo con respecto a los tan trillados términos de Civilización y barbarie?

Escribí mi primera tesis universitaria sobre el caso sobresaliente de las comunidades del valle del Mantaro que han logrado “civilizarse”, no sólo habiendo conservado al mismo tiempo algunos rasgos muy característicos de lo que podríamos llamar cultura quechua: la música, las faenas comunales, las danzas, el dominio de los instrumentos europeos que han sido puestos al servicio de la interpretación de la música quechua, sino que sintiendo un auténtico orgullo de llamarse “cholos” y de proclamarlo. En el valle del Mantaro comprobé, con el más intenso regocijo, que yo mismo era bastante como los comuneros de la región, donde los indios no fueron despojados de sus tierras: entiendo y he asimilado la cultura llamada occidental hasta un grado relativamente alto; admiro a bach y a Prokofiev, a Shakespeare, Sófocles y Rimbaud, a Camus y Eliot, pero más plenamente gozo con las canciones tradicionales de mi pueblo; puedo cantar, con la pureza auténtica de un indio chanka, un harawi de cosecha. ¿Qué soy? Un hombre civilizado que no ha dejado de ser, en la médula, un Indígena del Perú; indígena, no indio. Y así, he caminado por las calles de París y de Roma, de Berlín y de Buenos Aires. Y quienes me oyeron cantar, han escuchado melodías absolutamente desconocidas, de gran belleza y con un mensaje original. La barbarie es una palabra que inventaron los europeos cuando estaban muy seguros de que ellos eran superiores a los hombres de otras Razas y de otros continentes “recién descubiertos”.