De Engranajes, Madrid-Barcelona-Buenos Aires, s. f. [1931]:
PRELIMINAR
Definir, teorizar, es hoy la primera preocupación de todo artista. Definir, teorizar, artísticamente equivale a establecer una posición, no importa cuál. Pero teorizar, definir, son propios del filósofo. Crear la obra y definirse con ella, del artista.
“No valía la pena —dice el más avanzado de los pintores— haber destruido el sistema antiguo para quedarnos con los pinceles en alto, haciendo literatura.”
No va le la pena —decimos nosotros— haber purificado con el fuego a la literatura de sus grandes pecados contraídos, para quedarnos ahora con la pluma en alto frente a los caminos vírgenes que de nuevo se abren. El exceso de cautela puede parecer temor, incertidumbre. A veces, impotencia. Creer agotadas todas las posibilidades es tanto como vaticinar el fin de la vida.
El origen de la vivienda humana pudo ser éste: Un hombre —el primero— se sintió un día azotado por el cierzo; para preservarse de él construyó un muro frente al Norte. Soplaron luego los vendavales del Sur, del Este, del Oeste. Y, sucesivamente, fué construyendo muros hasta formar un cuadrilátero. Vió caer más tarde la lluvia perpendicularmente; cubrió entonces el cuadrilátero con otro muro superpuesto: el tejado.
Puesto que los vientos —sostiene una legión de novelistas— soplaron, soplan y soplarán en esas cinco direcciones, permanezcamos siempre dentro de la misma vivienda.
Efectivamente, la rosa de los vientos es inmutable. Y el cuadrilátero —casita de aldea o rascacielo urbano— también. Pero el novelista moderno ha introducido dos modificaciones en su vivienda. Creó el tejado plano —azotea— para pasear en las alturas, y el sótano —rincón oscuro— para esconder los muebles deformes. Algunos —incansables husmeadores de oscuridades— prefieren manipular y rebuscar constantemente en el sótano. Hacen quizá algún hallazgo sensacional, pero, fatalmente, operando en esas profundidades, salen envueltos en telarañas.
Otros, por el contrario, se emborrachan de luz, prefieren el oxígeno puro de las alturas y se instalan en la azotea. Enorme peligro también el de las alturas. El aire ofrece poca consistencia y las cosas, además, contempladas a vista de pájaro, aparecen romas, chatas, aplastadas.
Creo que la vivienda perenne del novelista ha de ser el piso. Primero, segundo, tercero, no importa cuál, con ligeras escapadas a husmear al sótano, con otras ligeras escapadas a la azotea. Ni todo “divino”, ni todo “humano”, ni todo “sub o infra-humano”. Pero más, humano. […]
[…]
Llegamos a nuestro puesto. Cada uno con su número en la mano, con una ficha, único comprobante de nuestra personalidad en este laberinto. Fuera, podemos ser Jiménez o Manuel, Vallejo o Juan. Para el monstruo sólo somos el 40, el 510.
Nos despojamos de nuestras chaquetas azules, de nuestras camisas también azules, y nos calzamos unas botas toscas; prendemos al cuello un delantal de lona. Hay que preservarse de las chispas.
Aquí estamos ya dispuestos para empezar otra jornada. Igual que ayer; igual que mañana; igual que siempre.
He aquí la creación. He aquí el mundo con su infinita variedad a lo que queda reducido para nosotros, estos centenares de hombres uniformados que nos apiñamos en torno a un Alto Horno. ¿Qué existe fuera de esto?
Todo. Nada.
Todo. De centenares de estaciones partirán, en esta misma hora, centenares de trenes. Treparán por sus estribos miles y miles de viajeros acuciados por las más distintas ambiciones, por las más diversas necesidades. En las ventanillas se agitarán manos, pañuelos blancos. En las mentes, esperanzas, deseos, ilusiones, curiosidades, horizontes nuevos.
Cruzarán el mar hileras de transatlánticos, y sobre la cubierta, revoloteando, esperanzas, deseos, ilusiones también. Se hincarán en esta misma hora miles de rodillas ante un santuario, mil cabezas se inclinarán sobre un libro, se aferrarán mil manos a un volante, se hundirán mil cuerpos en la blancura de unas sábanas, pasará por mil frentes la ráfaga de una ambición política, de un sueño artístico…
Nada. Ni trenes, ni barcos, ni iglesia, ni libros, ni ráfaga de ambiciones. Sólo unas tenazas; sólo un horno, sólo un yunque, sólo un horario.
¡Siempre! ¡Siempre!
¿Qué esperanza puede abrirse ante nosotros? […]
[…]
Pero éstas quizá sólo sean palabras. Palabras… Palabras que, como las otras, como todas, son sólo un poco de viento. Hechos. Hechos. Y el único hecho cierto, es éste: Yo vuelvo a la fábrica, mientras él va camino del hospital. Vuelvo aquí a ocupar mi puesto, a emprender de nuevo mi tarea, a trabajar; a trabajar, exactamente igual que si nada hubiera ocurrido; como si en mi interior nada se hubiera roto, nada se hubiera desquiciado. Todo sigue, todo funciona normalmente. Estas poleas de transmisión, estos esmeriles del pulimento, esta estufa ardiente. ¡Y nosotros!
Fallaron unas manos; ya están reemplazadas por otras. Cayó un número, se deterioró una pieza; al punto ha sido sustituída por otra. Exactamente igual que ayer, que hace un año, que hace diez años, van entrando y saliendo sin cesar las camas recién pintadas, va enrareciéndose el aire, va brotando el sudor de los pechos. Sobre todos los desquiciamientos, sobre todos los dolores. Aquí están igual que ayer, imperturbables, todos mis compañeros. Me preguntan por Jiménez.
[…]
Y puesto que no os atrevéis a deshacer lo hecho para recomenzar, yo, desde ahora, ciego también, empuño la piqueta para demoler, la tea para incendiar, la bomba para destruir.
A falta de otro ideal acepto éste: El ideal de la NADA. Por mí, por ése, por el otro, por la masa anónima, por todos.
De Mosko-Strom, Madrid, Editorial Cenit, 1933:
[…]
—Jackie, ¿qué es ese Maelström del que hablas? —Okfurt le miró con extrañeza, como dudando de que hubiera alguien que lo ignorase.
—Eso, Cosmópolis —y apuntó con el dedo hacia el fondo de la calle, por cuyo asfalto brillante se deslizaban ahora los rebaños de automóviles, de tranvías y de trenes aéreos en el máximo de trepidación y de vértigo.
[…]
Unas máquinas sirven a otras, unos inventos a otros. Se eslabonan, se sujetan entre sí, creando una común vida ficticia, Verás: Se aglomera la gente en un punto, y surge la ciudad. En la ciudad todos trabajan, se imponen horarios, se sujetan, se esclavizan. ¿Por qué? ¿Para qué? Para servirse unos a otros. Lo único que hay de positivo en la ciudad es lo que entra del pueblo, lo que abastece los mercados. Tres días de bloqueo, y la ciudad, con sus maquinarias, con sus enormes capitales, con sus millones de hombres, perece.
[…]
Éste era un Mälstrom técnico, un Mälstrom científicamente calculador, del cual no podía escapar el humano puesto al alcance de su enorme círculo absorbente… Éste abría su cono succionante… recubriéndose para ocultar su peligro, con las galas de todas las aparentes fastuosidades, con el lujo, con la comodidad, con la riqueza, con soberbias edificaciones, con todos los adelantos, en fin, del progreso material… pero debajo, hondo y profundo, agitaba sus tentáculos el gran pulpo, el terrible monstruo de las fauces insaciables -el hambre, la miseria, los vicios, la ambición, el lujo, las comodidades- abriendo embudos aspirantes.
[…]
Estaban ya dentro de las primeras edificaciones del extrarradio, y la excesiva circulación y las señales indicadores les hicieron acortar la marcha. El rodillo de la velocidad descendía sensiblemente: 85, 80, 70, 60, 45.
Era una marcha bovina que hacía crispar a Max Walker, encajonado en su asiento, y golpear con los pies en el suelo para descargar así su tensión nerviosa.
—¿Ve usted, Tucker? Esto es horrible. Fabricar motores poderosos para obligarnos a marchar así. Habrá que construir pistas especiales dentro de las ciudades para los que tengan prisa.
De “Entre los descendientes del Sol” (discurso en España, marzo de 1934)
A pesar de la técnica, a pesar del maquinismo y de los avances del progreso, hoy lo mismo que ayer —o peor que ayer—, se sigue pasando hambre por una parte muy considerable de la Humanidad. Pero sin que lo que voy a deciros pueda ser un consuelo definitivo, es, en fin, un consuelo, y es el hecho de comprobar que en Europa, y aquí, entre nosotros, ese hambre se ensaña con menos voracidad que en otras partes. De entre todos los países del mundo, Europa es todavía el Continente que lleva la mejor parte en el botín de la vida. Intentemos y procuremos que, por lo menos, todos los pobres y desgraciados del mundo no lo sean más que los de esta parte del Globo.
De Pizarro. Biografía del conquistador del Perú. Madrid, editorial Cenit, 1936
PREFACIO
Francisco Pizarro es uno de los hombres de más complicado carácter de toda la conquista de América. Sin la genialidad militar o política, por ejemplo, de un Hernán Cortés; sin el bohemio espíritu aventurero de un don Pedro de Alvarado; sin el recio temple batallador de un Valdivia, su figura adquiere, no obstante, perfiles extraordinarios a causa, no sólo de su trascendental hazaña de la conquista del Perú, sino, esencialmente, a causa de su enrevesada psicología y hasta de su propia vida, tan indescifrable como maravillosa desde el punto de vista de las mágicas mutaciones en ella operadas.
Mísero muchachuelo de aldea española durante el último tercio del mil cuatrocientos, en los primeros años del siglo siguiente lo encontramos —aunque completamente desconocido todavía— entre los descubridores del Pacífico; más tarde, como un aguerrido capitán en lucha contra las tribus de Veragua y, finalmente, como un sedentario colono de Panamá, bajo la Gobernación de don Pedro Arias Dávila.
[Últimos párrafos]
Apresurando el paso, llegan por fin a la Iglesia Matriz, todavía en construcción. No hay en ella sepulturas enlosadas ni tampoco puede perderse el tiempo en abrir otras nuevas que acojan en su seno estos despojos.
Allí, en el patio de los Naranjos, a un costado de la misma Iglesia Matriz, hay “un hoyo para hacer adobes”, y en él “Barbarán los echó a ambos” (Carta de Vaca de Castro): a Francisco Pizarro, a Martín de Alcántara, los dos hermanos de madre que en sus días prehumanos conformaron sus cuerpos en el molde de un mismo útero cálido y maternal, y que en un mismo útero —éste de tierra húmeda y fría— vuelven a conformarse y a acomodarse otra vez para su sueño posthumano y definitivo.
A la bermeja luz de un hachón, traído por el siervo negro, los circunstantes bisbisean una plegaria. Toman quizá en sus manos un puñado de tierra. La esparcen sobre los cadáveres después de haberla besado. Suena un postrer sollozo.
Avidamente trabajan las azadas.
¡He aquí todo el espacio que necesita en la tierra Francisco Pizarro, el Conquistador del más vasto Imperio de América!
De Playa de vidas (relatos). Manizales: Editorial Zapata, 1940:
“Un rubí en una pechera (cápsula de novela)” [fragmento inicial]
¡¡El Folletín!! ¡¡El Folletín!!
(El grito callejero ha concitado contra el escritor todas las miradas iracundas de los transeúntes. Le persiguen todos los severos guardias del Gran Tribunal Estético)
Quisiera la novelista actual descubrir, a través de la lente del microscopio el menudo protoplasma de una emoción novelesca, en el que la pureza anecdótica fuese como un perfume raro, evaporado sobre un cutis sedoso. Quedaría así un olor intenso flotando en el campo de las cuartillas, sin acusarse, por eso, la presencia material del frasco.
(Ausencia de narraciones realistas, de relatos al estilo “fotográfico”, periodístico).
Quisiera la novelista actual echar mano del “vulgar tesoro” de las vulgares tragedias cotidianas; esas tragedias de cada día que destilan de todos los poros de las grandes urbes modernas y enigmáticas…
Imposible hallar algo que no sea monótonamente aburrido y anodinamente gris.
Quisiera evadirse la novelista hacia regiones ultrapoéticas e invioladas. Ser algo inédito dentro del inmenso fárrago editorial…
¡Imposible! ¡No hay más que un sólo pecado original! (¡Qué poco original es el hombre hasta pecando!)
Insuflaremos, pues, un aire de vida novelesca a un protoplasma folletinesco, actuando luego —contrariamente a como lo haría el “escritor-detective”—, de fuera hacia adentro, de los anecdótico somero, a lo profundo concreto.
Pondremos el frasco, chillonamente rojo, de la anécdota, en lugar bien visible, sobre los anaqueles del laboratorio psíquico. Luego, una gran etiqueta llamativa en su rechoncha panza, que diga así:
“EL CRIMEN”
Ahora, quitemos el tapón. Un fuerte olor de sangre, todavía caliente, impregnará el aire de la estancia. Vertamos un poco de esa sangre sobre la albura de las cuartillas, y la anécdota folletinesca previa quedará sugerida a la manera periodística […]
“La eterna noche nupcial (episodio novelístico, casi real)” [fragmento inicial]:
Aparecía diariamente todos los amaneceres por la parte Este de la ciudad. Con la misma cara invariable —fresca, limpia, alegre—. Con el mismo vestido —largo, acorsetado, ridículo, al margen de toda evolución modisteril—. Con el mismo peinado —alto, ahuecado, modelo principios de siglo—. Con el mismo manojo de flores blancas en la mano.
Se hubiera podido llamar a esta mujer “el fantasma blanco de la aurora”, como a otras mujeres se les llama “los fantasmas negros de la noche”.
Nadie sabía dónde ni cuándo lavaba su único vestido, ni en qué espejo —de cristal o acuático— se peinaba; pero sus ropas iban siempre flamantes. Su pelo era también cuidado, brillante, terso. Se le sabía vagabunda y bohemia; pero su figura tenía algo de señorial y aristocrática […].
Testimonos misceláneos (“El misterio de Rosa Arciniega”, La República, 23 de marzo de 2019):
La verdad es que tengo el propósito de abandonar la literatura para consagrarme a la aviación, porque en ella podría alcanzar más elevadas posiciones que en las letras. Y quizás con menos riesgos y mayor tranquilidad.
Mis padres me contrariaron mucho en mi vocación. Yo soy una anarquista mística; mis libros tienen un fondo serio, filosófico… He luchado sola.
De “Rosa Arciniega, la mujer del futuro”, revista Mercurio ( https://www.revistamercurio.es/2019/12/20/rosa-arciniega-la-mujer-del-futuro/):
He querido presentar en todo su crudo realismo un cuadro del vacío, de la aridez moral en que se hallan sumidas las jóvenes generaciones (Rosa Arciniega).
En la narrativa de Arciniega la acción se modula en torno al planteamiento de una idea […]. Eso era apenas Rosa Arciniega, quien emerge ahora como una dama altamente intoxicada por las letras y con una fabulosa propensión a transitar sendas poco exploradas: piloto de aviones, militante feminista, narradora con nitroglicerina… Ella fue, en definitiva, una de las mejores gimnastas de lo imprevisto. Puesta ahora su biografía al día, Arciniega fue una mujer de revelaciones que polarizó su existencia entre la escritura y la política, alineándose en las filas socialistas tanto en Perú como en España. Aquí recaló en torno a 1928 para protagonizar una fulgurante carrera literaria —novelas, cuentos, colaboraciones en prensa y radio— que acabaría bruscamente con su rápida salida al poco de estallar la Guerra Civil. Lo que vino después de la contienda no tendría sitio alguno para una escritora sin horma, una mujer activa y moderna que se había ganado sitio entre las primeras filas de la intelectualidad.