Formas de recordar

Cuando hoy queremos conservar el recuerdo de algún suceso importante, lo registramos a través del video o la fotografía. Pero la época de la Independencia no solo carecía de estos medios técnicos. Tampoco existía un verdadero interés por representar fielmente los grandes acontecimientos del periodo. Las personas tenían otras formas de guardar la memoria de lo que estaban viviendo. Desde grandes alegorías o retratos hasta pequeñas medallas y condecoraciones, todos estos objetos ayudaron a construir la historia de una sociedad que rompía con el pasado para refundarse plenamente. Por lo mismo, las reliquias de los tiempos virreinales fueron vistas como valiosos trofeos, cuya presencia permitía recordar la “tiranía” de la dominación española.

Algunas de estas piezas tenían un carácter oficial, pero la mayoría eran producto de encargos privados, los que permitieron preservar muchas historias personales sobre la Independencia. Su aspecto generalmente austero nos hace olvidar que varios de estos objetos expresaban un universo complejo de emociones y sentimientos intensos y muy personales, que a veces se hacen explícitos por medio de un pequeño detalle o de una dedicatoria.

Contar historias

Huayna Cápac ofrece a Simón Bolívar la maqueta del Templo del Sol, 1825. Marcelo Cabello (Lima, act. 1796-1840). Grabado al buril en metal impreso sobre papel, 27.2 x 20 cm. Museo de Arte de Lima. Fondo Alicia Lastres de la Torre

Este pequeño grabado es la única imagen que conservamos de un gran cuadro alegórico pintado en 1825 como homenaje a Simón Bolívar después de la victoria de Ayacucho. La estampa fue realizada por Mariano Cabello, el grabador más importante de inicios de la república. Pablo Rojas, autor de aquella pintura, hoy perdida, nos presenta a Bolívar victorioso sobre el ejército realista. No buscó recrear una acción militar concreta, sino que prefirió construir una alegoría. En ella, la idea de triunfo se expresa a través de la imagen del Libertador a caballo aplastando a un soldado enemigo. Un personaje se dirige a él, acompañado por unos niños que sostienen cintas. Aunque el hombre viste ropajes de la Antigüedad clásica, se trata del inca Huiracocha, quien ofrece la maqueta del Templo del Sol a Bolivar. El paisaje donde se desarrolla la escena tampoco tiene una intención naturalista, sino que pretende sintetizar la geografía local, desde la costa hasta los Andes, con una alusión directa a las fortalezas del Callao.

Memorable y decisiva batalla de Ayacucho (en el Perú), el 9 de diciembre del año 1824, 1826. Denis Auguste Marie Raffet (Paris, 1804 - 1860). Litografía sobre papel, 33.4 x 44.5 cm. Museo de Arte de Lima. Comité de Formación de Colecciones 2013. Donación Ana María Guiulfo.

Debido al interés que la Independencia americana generaba en Europa, se realizaron en aquel continente muchas estampas referidas a las guerras de emancipación. Algunos de estos grabados fueron encargados por los nacientes estados americanos con un fin de propaganda, mientras que otros estaban destinados a satisfacer la demanda de las nuevas sociedades independientes. Esta imagen de la batalla de Ayacucho, fue realizada en París por el grabador francés Auguste Marie Raffet, lo que explica el carácter fantasioso de la escena, además de la inclusión de ciertos elementos exóticos como una palmera. A la izquierda, se aprecia al general Antonio José de Sucre a caballo, dispuesto a enfrentarse a las tropas realistas. Su aspecto y su ubicación en la composición recuerdan a la figura de Bolívar en la alegoría pintada en Lima por el afroperuano Pablo Rojas, con motivo de las celebraciones por el triunfo del Libertador. Pero si Raffet llegó a ver el grabado de Rojas, no tuvo mayor interés por asumir su lenguaje alegórico, que era el que predominaba en la pintura limeña. De hecho, la mayoría de imágenes de batallas de la Independencia hechas en los primeros tiempos republicanos son de procedencia europea.

El señor general Don José de San Martín hace jurar la bandera del Ejercito Libertador al batallón de Numancia, ca. 1823. Atribuido a Bernardo O'Higgins (Chillán, 1778 - Lima, 1842). Acuarela y tinta sobre papel. Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia del Perú. Ministerio de Cultura del Perú
El batallón Numancia recibe la bandera del Ejército Libertador al momento de pasar el puente de Huaura, ca. 1823. Atribuido a Bernardo O'Higgins (Chillán, 1778 - Lima, 1842). Acuarela y tinta sobre papel. Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia del Perú. Ministerio de Cultura del Perú

Estas dos acuarelas se atribuyen al militar y político chileno Bernardo O’Higgins, una figura clave en el proceso de Independencia de su país. Hijo del irlandés Ambrosio O’Higgins –capitán general de Chile y, posteriormente, virrey del Perú-, Bernardo se integró desde temprano en los movimientos independentistas, y en 1817 fue nombrado Director Supremo de Chile. Las acuarelas muestran un momento clave para la Expedición Libertadora del Perú, la cual organizó Bernardo O’Higgins junto al libertador José de San Martín. Así, en ambas escenas vemos el momento en que el famoso Batallón Numancia abandona el ejército realista para incorporarse a las tropas libertadoras, acción que se expresa con el juramento a la bandera chilena. O’Higgins se encontraba en Chile cuando esto ocurrió, por lo que probablemente realizó estas obras a partir de 1823, tras ser desterrado al Perú. De esta forma, el héroe chileno habría creado unas imágenes que recordaban –aunque de manera indirecta- su propio papel en la Independencia del país que lo acogía.

Premio a la fidelidad y al valor - Defensa del Callao, 1819. Atanasio Dávalos (Lima, act. 1790-1840). Medalla acuñada en plata, 3.8 cm. Museo Central, Banco Central de Reserva del Perú. Foto: © Museo Central, Banco Central de Reserva del Perú
Toma del Callao, 1826. Casa de Moneda de Lima. Medalla acuñada en plata, 3.2 cm. Museo Central, Banco Central de Reserva del Perú. Foto: © Museo Central, Banco Central de Reserva del Perú

Las medallas y condecoraciones que se acuñaron en la época de la Independencia y durante los decenios siguientes evidencian la enorme importancia simbólica que alcanzaron en su momento. Ellas sirvieron para perennizar el recuerdo de los principales acontecimientos del periodo, conectándolo incluso con la historia individual de numerosas personas. Por un lado, numerosas medallas se distribuían entre la concurrencia al celebrarse un acontecimiento notable.

A su vez, recibir una condecoración significaba el reconocimiento oficial de los servicios prestados a la causa patriótica, y tenían un claro sentido jerárquico en relación con el grado de protagonismo en el campo de batalla o la posición del condecorado dentro de la escala social. A través de estos objetos podemos recordar, por ejemplo, los inicios y el fin de la Guerra de Independencia.

En 1819, la Casa de Moneda de Lima acuñó una medalla que conmemoraba la defensa realista del Callao ante los ataques de la escuadra chilena comandada por el almirante Thomas Cochrane. El más importante se llevó a cabo el 5 de octubre de ese año, utilizando brulotes o botes incendiados que dirigió contra la flota realista, con la intención de destruirla.

Sin embargo, debido a que ambas acciones no tuvieron consecuencias militares mayores, fueron consideradas como un triunfo por los realistas. A su vez, la derrota del último reducto español en el Perú fue conmemorada con otra medalla, que recuerda la toma final de los fortines del Callao, en enero de 1826, tras la capitulación del brigadier Ramón Rodil.

Memorias personales

Manuel Martínez de Aparicio, 1829. José Gil de Castro (Lima, 1785-1837). Óleo sobre tela, 64.7 x 52.5 cm. Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia. Ministerio de Cultura del Perú. Anverso.
Manuel Martínez de Aparicio, 1829. José Gil de Castro (Lima, 1785-1837). Óleo sobre tela, 64.7 x 52.5 cm. Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia. Ministerio de Cultura del Perú. Reverso.

Los importantes acontecimientos militares de la Independencia no sirvieron de inspiración inmediata para la elaboración de pinturas de tema histórico. De hecho, la mayoría de las composiciones de este tipo que hoy son parte de nuestro imaginario colectivo fueron realizadas a partir de fines del siglo XIX. En su momento, la memoria de aquellos sucesos quedaría fijada visualmente sobre todo por medio de retratos. Este lienzo, por ejemplo, muestra al militar colombiano Manuel Martínez de Aparicio (¿Riohacha?, ca. 1791 – Lima, 1878), un antiguo integrante de las filas realistas que se incorporó al ejército peruano en 1822. Siete años después, encargaba su retrato a José Gil de Castro, el pintor limeño más prestigioso del momento. De este modo, el veterano militar quiso dejar constancia de su aporte a la causa de la patria, luciendo en su uniforme las condecoraciones que acreditan sus logros en el campo de batalla. Con un fin similar, Gil pintó un medallón con una leyenda al reverso del lienzo, como si se tratase de la placa conmemorativa de un monumento.

Antonio Anselmo Quiroz y su hijo, , 1834. Antonio de Meucci (Roma, ca. 1801 – Guayaquil, ca. 1850). Óleo sobre zinc, 29.5 x 25.5 cm. Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia. Ministerio de Cultura del Perú.

En 1834, cuando el pintor itinerante italiano Antonio de Meucci se encontraba en el Perú, retrató al militar Antonio Anselmo Quiroz junto a su pequeño hijo. Anselmo era un destacado miembro del ejército peruano, y había participado en las batallas de Junín y Ayacucho. Aquí lo vemos como un padre ejemplar, en el interior de su casa, mientras enseña a su hijo, empleando una pequeña pizarra, un lápiz y un compás. Pero Quiroz no solo explica lecciones escolares al muchacho. Su hijo aparece también vestido como militar, e incluso lleva una medalla en el pecho, lo que expresa una gran admiración hacia su padre, a quien ve como modelo a seguir. La pintura muestra, así, que el espacio privado es también un lugar donde se forman los valores cívicos y el amor a la patria. Cinco años después de que se pintara este retrato, Quiroz falleció en la batalla de Yungay, combatiendo en defensa de la Confederación Perú-Boliviana.

José Bernardo de Tagle, 1820. José Gil de Castro (Lima, 1785-1837). Óleo sobre tela, 107 x 83.5 cm. Museo Histórico Nacional, Ministerio de Cultura, República Argentina, Buenos Aires. Foto: © Museo Histórico Nacional, Ministerio de Cultura, República Argentina, Buenos Aires

Bernardo de Tagle y Portocarrero, marqués de Torre-Tagle (Lima, 1779 – Callao, 1825), era Intendente de Trujillo cuando proclamó la Independencia en esa ciudad norteña en diciembre de 1820, seis meses antes que en Lima. Este retrato, pintado por José Gil de Castro, lo muestra con el traje rojo y blanco de gran mariscal del Perú y la banda que lo identifica como Supremo Delegado. El Protector San Martín le había otorgado este cargo a fin de que lo reemplazara como jefe de estado durante su viaje a Guayaquil para entrevistarse con Bolívar. Aunque Tagle lleva todas las insignias de su cargo, la pintura tiene un formato discreto, destinado a un espacio privado. De hecho, este lienzo fue obsequiado al Libertador argentino cuando este partió del Perú, como recuerdo de quien había sido un amigo cercano y su principal colaborador en nuestro país.

Reescribir la historia

Acso, ca. 1530. Tejido en algodón y fibra de lana de vicuña, 240 * 178 cm. Colección Museo Nacional de Colombia. Foto: ©Museo Nacional de Colombia / Ernesto Monsalve.

Tras liberar el Alto Perú y convertirlo en la república de Bolívar (actual Bolivia), el general Antonio José de Sucre envió en setiembre de 1825 un valioso botín de guerra desde La Paz a Bogotá. Se trataba de un espléndido acso o túnica de enrollar elaborado en la época inca. Más aún, la tradición contaba que el traje había pertenecido a una de las esposas del inca Atahualpa. La obtención de esta tela tenía un profundo significado, ya que Sucre no solo la consideraba “un monumento de la Antigüedad digno del Museo de la Capital de Colombia”. Su valor simbólico era aun mayor, “mucho más digno después que las tropas de nuestra patria han vengado la sangre de los inocentes incas”.

El Cuzco a su Libertador, 1825. Medalla acuñada en plata. 4.2 cm. Museo Centro, Banco Central de Reserva del Perú. Foto: ©Museo Centro, Banco Central de Reserva del Perú

Tras la derrota de las tropas realistas en la batalla de Ayacucho, Simón Bolívar se dirigió al Cuzco, donde entró triunfante el 25 de junio de 1825. A lo largo de su estancia en la ciudad, donde permaneció hasta el 26 de julio, se le hicieron numerosos homenajes, además de acuñarse esta medalla para perennizar el acontecimiento. Una de sus caras muestra el retrato de Bolívar, mientras que la otra representa un sol naciente que ilumina unas antiguas ruinas, alusivas del antiguo imperio de los incas. Para los independentistas, el Cuzco tenía una gran importancia simbólica por haber sido la antigua capital de los incas, cuyo gobierno era considerado como modelo de una soberanía perdida con la conquista española. Pero el Cuzco también era importante porque allí se instaló el gobierno virreinal entre 1822 y 1824. De hecho, las medallas habían podido acuñarse en la ciudad porque las tropas realistas trasladaron allí maquinaria para producir monedas. A su vez, una parte de la población cuzqueña había sido favorable a que la ciudad se convirtiese en nueva capital del virreinato, ya que les permitía recuperar su papel protagónico en la región, arrebatado por Lima desde la conquista española.

Estandarte Real del Cuzco, conocido como el “Estandarte de Pizarro”, ¿siglo XVIII?. Anónimo. Seda cosida y bordada a mano, 166 * 125 * 3.5 cm. Colección Museo Nacional de Colombia. Foto: ©Museo Nacional de Colombia / Samuel Monsalve Parra

El acto de pasear un estandarte con las armas del rey de España formaba parte de las ceremonias públicas más notables celebradas durante el virreinato. Era llevado por el alférez real, cargo honorífico reservado a los vecinos principales. Simbolizaba el poder del rey, y por este medio las ciudades americanas manifestaban su lealtad a la corona. Al llegar la Independencia, algunas de estas insignias fueron capturadas como trofeos de guerra por los ejércitos patriotas. Este viejo estandarte real procede del Cuzco, y en él se ven las armas de Castilla y León. Según la tradición, se trataría del mismo pendón utilizado por Pizarro en tiempos de la conquista. A su paso por el Cuzco, el mariscal Antonio José de Sucre tomó posesión del estandarte y lo envió en 1825 al recién creado Museo Nacional de Colombia, donde aún se encuentra.